Sociedad | Hermanos
Desde que fue elegido Papa en 2013, Jorge Bergoglio nunca volvió a Argentina. Murió lejos de su tierra, pero con el recuerdo vivo de su hermana menor, a quien no volvió a ver, aunque la sintió cerca hasta el último suspiro.
La historia del Papa Francisco y su hermana menor, María Elena Bergoglio, está tejida con hilos de ternura, dolor y resignación. Una de esas historias íntimas que se mantienen en un segundo plano frente al estruendo de lo político y lo religioso, pero que hablan del hombre detrás del pontífice. Del hermano detrás del Papa.
Jorge Mario Bergoglio murió a los 88 años sin volver a pisar suelo argentino. Desde su elección como Papa en marzo de 2013, su ausencia en el país fue foco de críticas, especulaciones y desconcierto. Pero para su hermana, María Elena, esa ausencia fue otra cosa: un vacío emocional, una herida que nunca cicatrizó.
“Hablábamos una vez por semana, nos mandábamos cartas. Hasta hace poco, cuando nos veíamos, él cocinaba. Le encantaban sus calamares rellenos y el risotto de hongos que aprendió de nuestra abuela italiana”, contaba María Elena en 2013, meses después de que su hermano se convirtiera en líder espiritual de más de mil millones de personas.
Jorge y María Elena se llevaban once años, pero el lazo entre ellos era indestructible. No importaban los kilómetros ni los protocolos del Vaticano. Sin embargo, ese abrazo postergado desde 2013 nunca se concretó. Ella, separada, con dos hijos y una salud frágil, vivía bajo el cuidado de monjas en las afueras de Buenos Aires. Los médicos le recomendaron no viajar. La emoción podía ser demasiado.
Y él, en Roma, no volvió jamás.
Durante una audiencia reciente, Francisco comentó con angustia el calvario económico que atravesaba su hermana, afectada por el aumento en el costo de vida: “Sus medicamentos se triplicaron”, dijo. Un testimonio breve pero revelador, que dejó entrever cuánto seguía latiendo Argentina en su interior.
Pero fue en 2019 cuando se produjo un gesto que transformó la ausencia física en presencia simbólica. El artista Gustavo Massó, amigo cercano del Papa, le llevó una escultura que representaba la mano de María Elena, acompañada de un mensaje grabado que decía:
“Mirá que me gustaría estar con vos y abrazarte. Creeme que estamos abrazados. A pesar de las distancias estamos muy abrazados.”
Francisco acarició esa mano de bronce como si acariciara a su hermana, y la colocó sobre su escritorio. Allí quedó, hasta el final. Como testigo silencioso de un vínculo que nunca se rompió, aunque nunca se haya sellado con un abrazo real.
Detrás de las lecturas políticas sobre su decisión de no volver, hay una historia profundamente humana. Una renuncia que duele: el Papa murió sin regresar a su patria, pero con el amor de su hermana presente en su alma. En su escritorio del Vaticano, una mano esperó siempre por él.